La suntuosidad con que vivimos no es gratuita. Es como cuando tus padres te regañaban por demostrar un gusto excesivo o mal hábito en torno a algo, incluso frente a alguien, y después te reprendían. Te cuestionaban por transmitir soberbia, vulgaridad o desenfado; pero, ¿quién si no ellos los que te permitieron llegar a ese punto de vanidad, los que te inculcaron esa misma afición que posteriormente vieron grosera ante a los demás?
Por seguro esta situación es una anécdota compartida entre varios como aquel momento en que vimos a papá y mamá cual dúo de paradojas andantes. Personajes cuya máxima tarea era confundirnos pero, sobre todo, serle infiel a lo que alguna vez nos dijeron que era bueno, propio cuando menos. Así cualquier otro aspecto del mundo que vivimos y ahora es juzgado de superfluo, torpe o innecesario; estamos acostumbrado a ser incitados para luego ser reprendidos.
Lo mismo sucede con el interiorismo. Heredado de los antiguos egipcios y el pavor monarca de morir alejados de sus riquezas o exquisiteces, popularizado por el Medio Oriente a través de un horror al vacío en sus muros habitacionales y dispuesto a las masas asalariadas durante la Revolución Industrial ¿El diseño de interiores puede ser hoy esa arma que ajusticie al mismo placer que ella ocasionó e infundió en un principio? Aún esa tendencia que renuncia al atiborramiento visual o espacial, el minimalismo, reviste de sofisticada carencia y placer egoísta a quien lo implementa. Y está bien. El diseño y las satisfacciones que éste genera no se hicieron para sentirse humilde, incómodo o retraído.
Cuando las Cortes de los Luises, aquella Francia comprendida entre los siglos XVII y XVIII, instauraron una competencia abigarrada por la mejor decoración y diseño de sus palacetes o châteaux, abrazando el rococó para compartir un estilo con sus reyes, inauguraron también un acto que emularíamos en todo el planeta.
El interiorismo francés, para centrarnos en uno específico, era privilegio de quienes podían gozar del conocimiento y los recursos para comprar tapices, alfombras, artesanías. Telas, mobiliario y trabajo de renombre para invertir en sus casas aristócratas. Después pasó a un terreno más relajado y finalmente a una afición mundial siempre protagonizada por el espíritu galo, como ejemplar de gusto y carácter.
Es allí donde entramos el resto y esa fascinación por el diseño y arquitectura de interiores que se inspira en el emblema francés de la historia, donde el recuerdo nublado de una afrancesada Jean Seberg se confunde hoy con el resplandor de Lou Doillon y la caricatura del hípster europeo.
¿Cómo logramos esa apariencia en el hogar sin llegar a extremos risorios del cliché? ¿Cómo aceptamos esa fastuosidad sin remordimientos pero tampoco en desproporción? Algo que se tiene que lograr siguiendo la estética de la tradicional chica francesa que tanto amamos y adecuarla no a un palacete, sino un modesto departamento actual.
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Lo chic se encuentra después de elegir elementos en tono neutro para tus habitaciones.
Adquiere antigüedades y dales un movimiento contemporáneo.
Encuentra un balance entre lo masculino y lo femenino, entre la rudeza y la tranquilidad del glamour.
Conjuga mobiliario y piezas de diferentes épocas, siempre y cuando tengan una línea discursiva compartida.
Atrévete a poner un cuadro o escultura audacez que rompan con la mirada de cualquiera de tus visitas.
Invierte en objetos únicos o que hayan sido intervenidos para adquirir singularidad.
Juega con la luz y nunca le prohibas la entrada.
Sé ecléctica; incorpora varios estilos en un mismo espacio para generar esa aura multifacética, cosmopolita. Demasiado frenchy puede llevarnos al error.
Actitud y calidez es el secreto; unas sillas resanadas, tapizados de diseñador y curiosidades encontradas en el mercado de pulgas, al lado de unas revistas de moda, por supuesto, es lo único que necesitas.
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Fuente:
Architectural Digest