El virus de la inmunodeficiencia humana fue detectado por primera vez en 1983 causando un profundo temor en la humanidad. Poco a poco, se comprobó que el VIH se esparcía incesantemente por todo el mundo, aún con nulo conocimiento de su funcionamiento, cómo contrarrestarlo y una ignorancia que pronto se convirtió en motivo de discriminación y dio paso a falsas concepciones sobre el mismo. En el mismo año, el artista estadounidense Keith Haring preparaba su segunda exposición entre pintura y escultura influenciada por el movimiento pop, aunada a una profunda consciencia social sobre los principales problemas del mundo entero.
1986 fue un año decisivo en la carrera del artista que lo catapultó al reconocimiento mundial: Haring, entonces convertido en un ícono del arte urbano, pasó de hacer graffiti en el metro de Nueva York a presentarse en las principales galerías del mundo, después de pintar en forma de protesta una sección del Muro de Berlín. Su obra se cotizó mientras el debate sobre el arte urbano tomaba fuerza en las principales ciudades del globo. La carrera de Haring no hizo más que seguir en ascenso y a finales del mismo año, inauguró su propia galería, Pop Shop, donde vendía sus obras.
Dos años más tarde y en el ojo de la escena artística internacional, Haring recibió un diagnóstico de VIH positivo. Los prejuicios de una sociedad atrasada cargaron contra el artista cuando el rumor de su estado serológico se empezó a propagar; sin embargo, Keith se mantuvo dispuesto a seguir con su mayor pasión: producir obras artísticas. En 1989, el estado de salud del estadounidense empeoró y por primera vez se enfrentó a una realidad que golpeaba tanto en su ánimo como en su ambición por salir adelante.
En aquel entonces, el desconocimiento del VIH y el pobre desarrollo de tratamientos antirretrovirales hacían de un diagnóstico positivo el equivalente a una sentencia de muerte que envolvía una lenta incertidumbre. Consciente de la afectación en su salud, Haring adquirió un sentido de urgencia que lo motivó a afrontar con valentía, coraje y la mejor cara el futuro venidero:
“No sé si tenga cinco meses o cinco años de vida, sólo que mis días están contados. Por esta razón, mis actividades y proyectos son tan importantes ahora mismo, hacer todo lo posible tan rápido como sea posible”.
En 1889, Haring viajó a Barcelona y después de charlar con una amiga sobre la posibilidad de una intervención en la capital catalana; el Ayuntamiento aceptó sin pago de por medio y el artista aceptó con la única condición de que elegiría el sitio que creyera más conveniente. Keith eligió una plaza en mal estado del Raval, un barrio histórico y marginado que al mismo tiempo, confluye con Las Ramblas y el Mercado de la Boquería. Sorprendidos por su decisión, Haring afirmó elegir ese sitio porque era un punto clave donde cada mañana aparecían jeringas usadas y la prostitución era parte cotidiana del paisaje urbano en el vecindario, al mismo tiempo que le recordaba a los barrios marginales donde inició su carrera en Nueva York.
La mañana del 27 de febrero, Haring acudió por la mañana y junto con un estéreo tocando house a todo volumen, colocó su material en un par de cartones para empezar a pintar tranquilamente. El artista ocupó los 34 metros de largo de un muro que caía diagonalmente y a mano alzada, sin ningún trazo previo, se enfocó en su obra durante las siguientes cinco horas.
Para cuando volvió en sí, el mural estaba terminado: una serpiente persigue a un grupo de personas mientras enrosca una jeringa. En el otro extremo, un par de figuras humanas hacen de tijeras y cortan su cuerpo, al tiempo que dos más se funden en un abrazo y alguien coloca un condón sobre su cola. En el mismo sentido, tres personas con un tache en el pecho se tapan los ojos, oídos y boca, en una sutil expresión del tabú y la negación de la enfermedad. Al final del muro, una multitud se toma de la mano y Haring lo escribe con todas sus letras: “Todos juntos podemos parar el SIDA”.
Keith sabía que su obra, igual que su vida (y la de todo el mundo) sería efímera. Un año después, el 16 de febrero de 1990, Haring falleció debido al desgaste de su sistema inmunitario. Con el paso de los años, el mural de Barcelona fue deteriorado por intervenciones humanas y climáticas, hasta que en 1992 un plan de construcción del barrio terminara definitivamente con él.
Haring no sólo dejó un inmenso legado como artista urbano, también entregó su vida al activismo, pacifismo, la lucha contra el VIH y la discriminación de género.
El mural de Barcelona fue una intervención que dejó en claro la existencia del virus, la apropiación del espacio público para crear arte (especialmente el graffiti, condenado por la alta cultura como “rayones sin sentido”) y que toda expresión artística puede ser un agente de cambio y transformación en la sociedad.