El decadentismo es un movimiento literario y artístico surgido a finales del siglo XIX; se distingue por embellecer lo perverso, lo absurdo y lo grotesco. Es importante entender el término “decadencia” como el fin de un ciclo y no en sentido de obscenidad.
En la pintura, el inicio de este movimiento se remonta a Francia cuando el excéntrico Josephin Peladan fundó el Salón de los Rosacruces (1892-1897) bajo la premisa de que el hombre necesitaba misterios, mas no realidades, y que por tanto el arte debía volverse místico y espiritual. Peladan permitió libertad formal a los artistas quienes participaron en los seis salones, pues podían pintar con el estilo de su elección. Por ello el decadentismo no se debe entender como una estética, sino como un discurso.
Una importante imagen que todos los decadentistas utilizaron, de una u otra manera, fue la de la mujer como culpable de todos los pecados y, por tanto, del fin del mundo. Pintan recurrentemente su preocupación por las consecuencias que tendrá la distracción de la moralidad femenina: fractura de los valores familiares y pérdida del orden de la humanidad en general. El decadentismo entonces revela un gusto por una civilización desaparecida o a punto de desaparecer; se trata de una atracción macabra por los signos fatales de la muerte.
Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898)
Los personajes de sus obras ven al infinito con desesperanza, como si hubieran aceptado que ya no hay futuro y no existe nada más que lograr. La fría paleta de color hace sentir la nostalgia por ese pasado lejano, volátil e intangible que ya no volverá.
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Odilón Redón (1840-1916)
Pinta sus fantasías de enfermedad, de delirio y de lo absurdo. Su paleta de color es brillante e incluso enérgica, pero no revela el mundo que ve sino un universo idílico. Con frecuencia pinta grandes ojos que miran al infinito pero también a personajes quienes mantienen los ojos cerrados, con lo que indaga sobre la inquietante existencia humana.
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Gustave Moreau (1826-1898)
Se consideraba a sí mismo un “ensamblador de sueños”, por lo que reelaboraba sus obras conforme a lo que soñaba. Representa sus obsesiones y miedos íntimos bajo una luz diáfana que enfatiza la intangibilidad de las escenas. En sus obras es recurrente encontrar hombres siendo atacados por mujeres de gran tamaño en espacios colmados de símbolos fálicos.
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Eugene Carriere (1849-1906)
Su tema predilecto es la maternidad pero no la representa de manera tierna. En sus pinturas la figura de la madre se desvanece. Con ello, Carriere transmite su preocupación por la pérdida de la moralidad femenina: ya no quieren ser madres, ya no cuidan su hogar.
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Lucien Lévy-Dhurmer (1865-1953)
Todo está rodeado por una neblina cálida pero enigmática en las obras de este pintor. Las figuras no emergen sino que se desvanecen en el espacio que los rodea. Todo es inasible y vaporoso; la vida es un enigma, un acertijo. Para él también la mujer fatal es el tema preferido. Ella se percibe como amenaza, el pecado llevará a los hombres a la perdición.
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Alphonse Osbert (1857-1939)
Sus paisajes son habitados por mujeres de apariencia clásica quienes pareciera que viven un cuento de hadas. Pero todas las escenas ocurren en el ocaso, momento del día que se puede relacionar con la decadencia, y el justo instante antes del cierre de un ciclo. Osbert plasma en sus obras la inquietud provocada por las nuevas conductas entre las mujeres.
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Jean Delville (1867-1953)
La sensualidad de la mujer es una herramienta del diablo para condenar a los hombres. Por ello el pintor vuelve a sus personajes andróginos; al tener todas las cualidades humanas se alcanza la plenitud.
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Fernand Khnopff (1858-1921)
Los paisajes remarcan su añoranza por el pasado y por ese mundo que ya no existe. Los retratos, además de plasmar su ideal femenino, los enlaza a los recuerdos y los reflejos, es decir, a lo ilusorio. No siente necesidad de conectarse con la realidad sino que prefiere quedarse solo con su pensamiento; soñar despierto. Por ello, los colores de sus obras son apagados y nostálgicos.
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Félicien Rops (1833-1898)
Su obra más conocida es “Pornocrates”, una corista vendada de los ojos y con medias a la rodilla quien es guiada por un puerco con correa. A través de ésta y todas sus obras, Rops condena la pérdida de espiritualidad y la incorrecta predilección por lo carnal. Lamenta que el hombre haya perdido la cabeza y la razón en manos de la mujer, quien ya no es pura, sino pasional y pecaminosa.
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Franz von Stuck (1863-1928)
Sus personajes masculinos se perciben como cuerpos dolientes que se contorsionan y deforman por el sufrimiento; los femeninos son dominantes con posturas a los que casi no se les puede sostener la mirada. Incluso las niñas resultan intimidantes.
Gustav Klimt (1862-1918)
La obra de este artista es reconocida por el gran uso de la hoja de oro y por romper records en el mercado del arte al venderse en cientos de millones de dólares (el retrato de Adele Bloch-bauer se vendió en 135 mdd). La exuberancia es su distintivo, pero hay algo más allá del brillo y el colorido. En sus obras lo único que sigue siendo figurativo son los rostros, en cambio los cuerpos se convierten en una lluvia de joyas preciosas igualando la carnalidad al derroche y al pecado. Por otra parte, como todos los decadentistas, condena a las mujeres que anteponen su propio placer al hombre. La famosa obra de “El beso” no representa un acto de amor, sino de dominación masculina, pues la mujer está hincada a la orilla de un precipicio y voltea la cara lejos de él.
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Aubrey Beardsley (1872-1898)
Sus grabados están influenciados por el arte japonés, lineal y bidimensional. Todos son en blanco y negro con un trazo estilizado y sumamente detallado, convirtiéndose en precursor del Art Nouveau. Mediante sus tintas, este artista intentaba expresar la verdadera condición humana, por lo que representa libremente lo grotesco y lo obsceno. Además, expone a la mujer abiertamente morbosa y malvada.
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Mini guía de la poesía decadentista