Podría decir que fue una noche como cualquiera. Podría decir que fue un viaje como cualquiera, pero estaría mintiendo. Esa noche cambió algo en mí, en lo profundo. Esa noche, a mitad de la sabana africana, en una fogata con mis amigos viajeros y con los empleados del hotel, descubrí algo que estaba dentro de mí y no había podido ver en todos estos años.
No fue una noche cualquiera, no fue un cielo cualquiera, no fue un lugar cualquiera. Estábamos a orillas de la Reserva Natural del Masai Mara, en Kenya, podíamos ver a los elefantes a lo lejos, y podíamos escuchar a las cebras y a las hienas cerca de nosotros. Por fin, el sueño de todo viajero que va a África se iba a cumplir: ver a los animales salvajes y compartir el fuego con una tribu ancestral. Pero era más que eso. Era África misma revelándose a partir de nuestra reflexión en torno a ella. La noche parecía una noche normal, como cualquier otra. Contamos chistes, bebimos cerveza, contemplamos las estrellas. Pude guardar el recuerdo como la noche en la que platicamos con los Masai, pero se quedó en mi memoria como la noche en la que descubrí la importancia del pasado y del presente.
El fuego ardía frente a nosotros. Los leños chisporroteaban y lanzaban partículas ardientes al cielo, mismas que parecían quedarse pegadas en el infinito negro de la noche africana. Parecía que las millones de estrellas sobre nosotros habían sido fuego algún día, partículas de otras millones de fogatas que se han encendido desde que el hombre comenzó a controlar el fuego. Y ahí, a nuestro lado, estaban los Masai. Revisaban su celular, veían Facebook, como cualquiera de nosotros; la diferencia es que no son como cualquiera de nosotros. En un punto decidí comenzar a hacer preguntas, comencé a hablarles en swahili. Con eso logré captar su atención y comenzaron a revelarme algunas de sus costumbres.
Como si fuera algo muy normal, nos contaron cómo llegan los leones a sus aldeas y se comen a las cabras, y cómo ellos, guerreros milenarios, tienen que usar flechas y lanzas para cazarlos. Nos enseñaron cómo se debe utilizar la lanza y cómo se tensa el arco. Uno de ellos, el que se convirtió en mi favorito, me contó la historia de cuando persiguió a un león varios kilómetros durante una noche y dos días enteros. Nosotros lo veíamos asombrados. Pero con un asombro de turista: del que va, toma un par de fotos para las redes sociales y regresa a su realidad.
Dos días antes tuvimos una junta con las mujeres que la ONG The South Face beca para que estudien la universidad, entonces les dije algo en lo que realmente creo. Hubo una chica que me impresionó con su belleza de rasgos muy africanos: “Creo que eres muy bella”. El auditorio entero comenzó a reír, seguí; “Pero creo que tu belleza va mucho más allá de lo físico”. Guardaron silencio y continué. “Creo que tu belleza está en quien eres. Tal vez no te des cuenta de esto, pero tú eres el futuro. El futuro del mundo”. En ese momento tenía toda la atención de los participantes. “Creo que tú y ellas son el futuro del mundo porque conjugan tres factores que son indispensables en el presente: son mujeres, son jóvenes y son africanas. El mundo ya se dio cuenta que el futuro no es de los hombres, ni del sistema que durante miles de años construimos. Hemos llegado al punto de reconocer que el sistema patriarcal, basado en la violencia, sólo nos lleva a nuestra destrucción y a la destrucción del mundo. Ahora es tiempo de lo femenino. Es tiempo de las mujeres. Es tiempo de que nos demos cuenta que la solución no está en la competencia sino en la cooperación, que nos demos cuenta que el mundo se está yendo a la perdición y que debemos cambiar nuestra manera machista de entender al mundo. Tenemos que dejar de demostrar que somos mejores que alguien más. Tenemos que aprender a descubrir la riqueza que tiene el otro, la otra, para construir juntos un nuevo horizonte”. Hasta ese momento todo tenía coherencia.
“No quiero decir que sólo las mujeres piensen de manera cooperativa, pero sí creo que la cooperación es un valor femenino”, continué. “Soy hombre y me encanta serlo, pero reconozco que tengo que aprender más de las mujeres a no competir, sino a hacer alianzas. El mundo se está volviendo femenino, quien no se dé cuenta, sufrirá bastante los próximos años. Pero ustedes no sólo son mujeres. Ustedes son jóvenes. Tienen la fuerza de la esperanza, tienen sueños y metas. Ustedes están descubriendo, a partir de la educación, que podemos construir una mejor realidad. Además son africanas, son dueñas del continente que más recursos tiene en el mundo. Son habitantes del continente más explotado, pero más rico. Son dueñas de tierras que aún están sin explorar, de lugares que aún conservan su riqueza natural. El mundo entero está contaminado, África sigue virgen. Así que, créanlo: ustedes son las personas más poderosas del mundo. No un Donald Trump que no se ha dado cuenta que todo el sistema en el que se basan sus ideas apunta hacia la muerte. La mirada de ustedes apunta hacia la vida, hacia el futuro”. Me gustó mi breve discurso y lo dije desde el fondo del corazón.
Pero aún me faltaba algo. No me quedaba claro cómo transformar esa realidad que no acepto, y lo aprendí con los Masai.
La tribu Masai ha vivido de la misma manera durante miles de años. Prácticamente desde el origen de la humanidad han conservado su sistema social y tradiciones; un sistema en el que son cazadores de leones, son guerreros. Viven de leche y sangre de vaca. Comen carne cruda; viven en pequeñas casas de lodo entre cinco y siete personas, con un becerro y una cabra adentro de la choza.
Los matrimonios son arreglados. Una mujer vale 30 vacas. El hombre que más alto salta es el que puede escoger a su mujer. Y no la escoge porque la conozca o la quiera, sino porque es la que más vacas le dará cuando se unan.
Nuestros amigos Masai nos hicieron la danza tradicional previa a la caza de un león; nos dieron a tomar sangre fresca de vaca, nos enseñaron a hacer fuego con dos leños y me marcaron el brazo con la seña que ellos llevan como guerreros. Las mujeres no. Las mujeres deben de cuidar a los hijos y al fuego. Así ha sido y así tiene que ser. Los Maasai saben que sus costumbres son antiguas y buscan mantenerlas.
Ahí fue donde todo adquirió sentido.
No se trata de construir un mundo desde cero, no se trata de desterrar todo lo antiguo y reinventarnos de la nada, ni de comenzar un sistema sin dirección ni guía. No se trata de negar los principios del sistema patriarcal y desear un mundo color rosa; no tienen que perder agresividad, se trata de no aceptar la violencia. Podemos ser como los Maasai, que no son violentos sino agresivos: se cuidan y protegen, cazan para comer, no se regocijan en el sufrimiento del otro. Se trata de aceptar lo que somos, pero más importante, se trata de entender lo que hemos sido, de conocer profundamente nuestro pasado, de darnos cuenta que las tradiciones existen por algo, que si los Masai son seminómadas y siguen comiendo carne cruda y sangre de vaca es porque les funciona.
Se trata también de entender que el sistema patriarcal tiene y tuvo elementos que nos ayudaron a llegar hasta este momento. No es tiempo entonces de volver la mirada únicamente al mundo femenino, se trata de volver la mirada a lo mejor del mundo femenino y lo mejor del mundo masculino. Es tiempo de volver la mirada al pasado, es tiempo de descubrir nuestras raíces, es tiempo de aceptar nuestras tradiciones y tomar lo mejor de ellas para el futuro; hay que mirar hacia abajo, hacia adentro, donde está el fuego; a lo que tiene que consumirse para alumbrar. Es tiempo de volver la mirada hacia arriba, donde no existe un dios masculino que pone orden al mundo con su poder, sino donde habitan las estrellas que nos cubrieron aquella noche, estrellas que se extinguieron hace millones de años, pero que nos siguen alumbrando hoy y lo seguirán haciendo en el futuro que juntos podemos construir.
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Te compartimos La otra cara de la discriminación, fotografías del albinismo africano.